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De buena madera, un ebanista que no se toma vacaciones

 

Alfredo Corvalán aprendió a trabajar con madera desde muy joven y nunca dejó de crear. La historia de un apasionado por su oficio, contada en retrospectiva.

 

Una definición convencional del término trabajo podría afirmar que se trata de una actividad realizada con el fin de obtener una recompensa económica, en principio. Se menciona la relación del empleador y el empleado, contratos, justificación del capitalismo, entre otras categorías. Pero ningún diccionario explica el trabajo haciendo referencia al amor, la pasión, vocación y placer de crear. La ebanistería, trabajo con maderas finas, podría describirse como algo más que un empleo, sus productos no son sólo mercancías sino también auténticas piezas de arte.

Alfredo Corvalán es ebanista, y aunque ya está retirado de su oficio, en realidad nunca se separa por completo de aquella vocación que ama, que de alguna manera lo define. Ahora transita su tercera edad en la comodidad de su hogar y la compañía de su familia, aquella que ha estado esperando el momento de descanso que, relativamente, se concretó hace pocos años. “Nunca doy entrevistas porque me emociono mucho”, anticipa el hombre que, a primera vista se nota, tiene un corazón noble.

 

Los inicios

El arte de moldear madera y Alfredo han estado unidos desde el comienzo. Tenía 13 años cuando Said Abosalech lo llevó a una carpintería, que pertenecía a un señor de apellido Bochelli, para trabajar de cadete. Allí trabajó cerca de dos años pero la voluntad y energía de Alfredo superaban la demanda de esa época. Entonces fue cuando decidió contactarse con don Sergio Suslov, un ruso que pronto pasó a ser el maestro de ebanistería y amigo de Alfredo: “don Sergio era el mejor mueblero, además tallaba la madera y él me enseñó el oficio”. Con un instructor de primer nivel Alfredo no sólo aprendió rápidamente sino que además enseguida supo apasionarse con la ebanistería. Alfredo se reconoce como ebanista desde esos tiempos: “a mí me gustó el oficio desde el principio, me tenían que echar de la carpintería para que dejara de trabajar andate, andate, hasta mañana, me decía Suslov”. Los primeros días eran dedicados a arreglos pequeños, sin demasiada importancia como por ejemplo encolar una silla, destapizarla y tapizarla de nuevo, pero pasados apenas dos meses ya estaba capacitado para armar muebles por su propios medios.

A los 18 años, cuando ya había aprendido el oficio y se había constituido en un hombre conocedor de la materia, lo buscó otra vez el señor Bochelli, quien estaba a punto de montar una fábrica y planeaba crear muebles en serie de 30 unidades. Lo más difícil de ese momento, recuerda, fue comunicarle a Don Sergio que se iba: “como en ese momento mi padre tenía un camión y una máquina esquiladora le dije que me iba a ayudar a mi padre; bueno pero ¿después volves?, me preguntó Don Sergio y le respondí que iba a probar suerte”.

Transcurría el año 1952 y Alfredo se acercaba a la edad indicada para el llamado al Servicio Militar. “Bochelli me prometió que me salvaría del Servicio Militar pagando una suma grande de dinero para que pudiera seguir trabajando con él, pero cuando llegó el momento no sé qué pasó y no se pudo evitar, tuve que hacer el Servicio un año” recuerda. Una vez terminado, el joven de aquella época volvió a Bolívar en tren.  Esa misma tarde, mientras conversaba con sus padres fue Don Sergio a buscarlo a la casa: “nunca supe si me vio cuando volvía a mi casa a pie o cómo se enteró que yo estaba de vuelta” se pregunta aún hoy. Entonces Don Sergio le propuso trabajar con él un año y pasado ese año formar una sociedad. “Don Sergio me dijo que me iba a pagar 27 pesos por día cuando el sueldo más alto en ese momento era de diecisiete. Le dije que me deje pensarlo”. Finalmente los planes sobre construir un galpón en su propia casa fueron reemplazados por una segunda oportunidad con el maestro de la ebanistería.  Pasado un año llegó el contrato como había sido prometido, Alfredo asegura haberlo leído sin demasiada atención y firmado en base a la confianza mutua que tenía con don Sergio Suslov. “A mí lo que me importaba era trabajar”, dice con honestidad.

 

¿Qué es la ebanistería para usted?              

Con un hilo de voz Alfredo dice que es lo más lindo, se toca el pecho y la emoción no le permite seguir, describiendo aquello que lo motivó toda su vida. Seguramente no le alcanzan las palabras para hablar de su profesión, pero con sólo mirar el brillo de sus ojos se puede comprender cuánto ha amado la ebanistería ese hombre, que todavía la lleva consigo a todas partes. “El oficio lo tengo, me di cuenta enseguida”, afirma más tarde.

En el relato de Alfredo está implícito que la ebanistería era mucho más que un trabajo para ganarse el pan. Al escucharlo se puede deducir fácilmente que trabajar con don Sergio era placentero para los dos. Era distinto a otras carpinterías porque allí se hacía un trabajo fino, todo era manual, se tallaba y dibujaba la madera con mucha dedicación. “Por lo general creábamos más de un mueble por vez, Don Sergio preparaba la máquina y trabajaba la madera para después pasármelo a mí y que yo terminara los últimos detalles”. En 1955, “cuando derrocaron a Perón”, se utilizaba el estilo norteamericano para los muebles “las sillas se hacían con asiento y respaldo esterillados con las patas americanas”. En ese tiempo Suslov y Corvalán fabricaban roperos, sillas, juegos de comedor completos con doce sillas, encargues que no llevaban menos de dos meses de trabajo. Cada pieza era única y se pedían muebles de todo tipo. “Una vez nos pidieron una cama de treinta centímetros y Don Sergio tuvo que convencer al cliente sobre la incomodidad que causaría eso. Una silla tiene 45 centímetros, si un día el doctor tenía que verlo en la cama no lo iba a poder revisar”, recuerda. La calidad estaba garantizada, aunque muchos no lo supieran con certeza, y actualmente perduran en hogares de Bolívar algunos muebles que tienen alrededor de 55 años de vida. Podría decirse que era un privilegio en ese momento tener la posibilidad de contar con uno o más muebles realizados por estos ebanistas.

 

Alfredo y Don Sergio, más que socios, amigos.

Don Sergio nació en Moscú, Rusia. Allí trabajó en la construcción del Kremlin, la residencia del gobierno ruso. Vino de polizón de Rusia a Buenos Aires, totalmente a la deriva. De Constitución se tomó un tren y cuando pasó por Bolívar le gustó, bajó con sus herramientas y se quedó para siempre. Trabajó solo, más tarde con Bochelli, después continuó solo. Alfredo lo recuerda como una persona muy sana y bondadosa. Se le viene a la mente una anécdota: "Una vez teníamos un encargue de 60 mil pesos, don Sergio anotaba todos los movimientos de dinero pero en esa ocasión se olvidó de anotar los últimos 15 mil, y yo no le dije nada. Un día, ya no trabajábamos juntos, llegué a mi casa y mi esposa me dice que vino don Sergio, que no lo notó bien, entonces pensé que estaría enfermo. Fui hasta la casa y me recibió en la pieza, cuando aparecí en la puerta se sentó en la cama y me dijo yo estafé a vos, te debo plata, culpa mía, con el español que él podía practicar, y me dio la mitad que me correspondía”. Ese es uno de los tantos buenos gestos que seguramente tuvieron entre sí los dos ebanistas más reconocidos de Bolívar. Juntos elaboraron los mejores muebles y del mismo modo construyeron una amistad inquebrantable. La ebanistería, entre otras satisfacciones, les trajo gran recompensa económica al dúo maderero, a tal punto que en el momento de retirarse del oficio los dos contaban con el dinero suficiente para comprarse una casa al contado. En esa época, recuerda Alfredo se hacían grandes remates en lo de Landoni y allí es hacia donde se dirigió para comprar una casa en zona de quintas que le había gustado mucho. Al otro día fue a la carpintería y le pidió a don Sergio que lo acompañe sin anticiparle de qué se trataba. “Cuando vio el terreno, las plantas, se quedó encantado qué suerte tuviste, me decía. ¿Te gusta?, le pregunté, dijo que sí. ¿Viviría acá?, claro si esto es una maravilla, respondió. Fuimos a lo de Landoni que me estaba esperando con los papeles y le dije que los ponga a nombre de don Sergio. Me miró con los ojos grandes y me preguntó si estaba loco” relata Alfredo con alegría.

 

El comienzo del final

Luego de casi cincuenta años ininterrumpidos de actividad en conjunto llegó un día en que don Sergio, de avanzada edad, decidió retirarte. Alfredo recuerda ese día con mucha claridad: “él fumaba cigarro armado y cuando caminaba mientras lo armaba era porque tenía algún problema. Estaba nervioso, se paró frente al banco en el que yo estaba trabajando y me dijo que se retiraba”. También en ese momento Alfredo emprendió nuevos rumbos, no podría trabajar sin don Sergio, según admite una vez más 55 años después.

En el momento de dejar la carpintería, Alfredo sentía que la calidad de sus muebles pasaba a segundo plano ante la enorme competencia que, en constante crecimiento, ofrecía muebles más baratos. Entonces decidió que ya no estaba en condiciones de hacer el intento de convencer a los clientes que debían seguir eligiéndolo porque, literalmente, los muebles que él vendía le iban a durar toda la vida. Aunque estaba un poco cansado, la vocación seguía intacta en Alfredo. Cuando se distanció de la ebanistería, se casó con quien es aun su compañera de vida y se compró un camión. Pasado un tiempo dejó el camión y compró una parrilla, allí reapareció la madera en su camino: “los clientes sabían que estaba jubilado pero que seguía trabajando con madera así que siempre me traían algo por hacer”, recuerda Alfredo que en ese tiempo hizo una escalera, un hogar muy fino, y otros muebles más chicos.

 

Una historia sin final

La ebanistería y Alfredo nunca estuvieron completamente separados sino que, una vez aprendido el oficio, ambos conforman un mismo ser. Con algunos encargues pequeños, y otros no tanto, la madera seguía siendo un componente fundamental en la vida de Alfredo. Entre esos pedidos se encontraba uno por parte de Walter Abosalech, hijo de Said, a quien Alfredo no pudo negarle el favor. En principio parecía que se trataba de un trabajo leve pero finalmente tuvo que crear un placard entero para sacar de un apuro a su colega: “hace dos años que le debo un mueble a una vecina, ¿me vas a ayudar?, me preguntó y le dije que le iba a dar una mano. Lo hice en su carpintería, lo entregamos y enseguida me dice: Alfredo, ¿si hacemos este otro mueble?” y así trabajé nueve años más” cuenta resignado. Actualmente el ebanista se muestra decidido a dedicar su tiempo a descansar y disfrutar de su familia. Aunque, como si fuera realmente imposible para él despegarse de la madera, admite con gusto que trabaja para sus nietos: “ellos están estudiando así que les arreglo lo que me pidan. Ellos son muy habilidosos también, les gusta hacer cosas con madera, con pallets, pintar. A veces me llaman preguntándome cómo se hace tal cosa, me piden consejos”, afirma el último ebanista.

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Ciudad de Bolívar - Provincia de Buenos Aires - Argentina - Año 2014

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